lunes, 3 de septiembre de 2012

the dragon is on the road...


La carretera me recibe. El centro cívico es un hervidero de ánimos; aunque la fluorescencia resplandece en miles, por aquí y allá saltan rojos, azules, verdes como pequeños parches en un tejido. Somos muchos, somos miles, somos legión: venimos de los confines de la tierra, desde Adis Ababa en la antigua Abisinia, de algún tarafa olvidado y caluroso en Kenia, pasando por emisarios de cada una de las viejas provincias de la capitanía general; y los hijos de esta tierra, que predominan y pululan como zompopos estelares y rutilantes.

Y estoy yo, que no soy de ninguna parte, vengo de La Parroquia Vieja, y del calor amodorrante de la Villa de Canales, y de la Colonia Venezuela, donde aterrizó un fragmento mayor de mi corazón meteórico, y de la Vieja Chinautla, con su río de Las Vacas y su alfarería. De todos lados vengo, mi alma está escindida en tres estrellas que chisporrotean cuando se ríen, que encuentran su personal crepúsculo cuando duermen.

No estoy listo, lo sé, mi cuerpo me lo dice en toda su magnitud y precariedad. Pero no importa. Se acerca la hora, el nerviosismo está fundido con la algarabía. En una lejanía casi insondable nuestro nuevo héroe de bronce y obsidiana agita el cielo y las nubes atrapadas en un paño, y sonríe, y estalla una tormenta de confeti, y el rumor de todos los ríos reunidos crece a mi alrededor y en mis adentros.

Fijo el tiempo, acomodo mi espacio, empiezo: primero con un ligero trote, pasitos de anciano o de niño, limitado por mi torpeza, asfixiado por la multitud. Somos tantos, somos legión, una legión que no se derrota frente al exorcismo.

Es la fuente de la paz, mis pasos se liberan, adquieren un cierto ritmo, todavía cansino, es la Avenida Séptima, con una belleza perdida, como el de esas putas que tuvieron días de gloria, pero a las que el tiempo alcanzó y devastó. Es la Tipografía Nacional, uno de sus medallones fue esculpido por las manos morenas de mi padre, como después fui esculpido yo mismo con otras herramientas de su arte.

Las pieles de las bellas me alcanzan y rebasan, soy un búfalo en medio de gacelas, un minotauro en medio de Ariadnas flotadoras, pronto, tan pronto, es la Calle José Martí, que atravieso como una lanza primitiva para enfilar sobre el Boulevard Simeón Cañas, con sus casas bellas y antañonas, regalo de la vieja aristocracia nacional, que quería hacer de Guatemala un París, una Ciudad de Luz en medio de la barbarie americana.

Una ida y un regreso, el calor me abraza, quiere quemarme, hacerme suyo: me le escapo besando trozos de hielo que mendigo. Es el parque Francisco Morazán, es un Paseo por Jocotenango, es el parque San Sebastián, mi colegio de la juventud, juego a colocar entre el mar de rostros que nos animan a mis viejos profesores: don ángel, genial, el güicho, sabio y chafarotesco, el gallo, eterno, el negro salo, don charles y su aire pontificio. Varios ya están muertos y me sonríen desde la otra patria.

El Palacio Nacional aparece como un espectro de jadeita, la luz de la mañana lo embellece, sus frisos, sus columnas, sus balcones, sus hileras de ventanas le dan un aire de monstruo bueno, mi legión atraviesa los parques central y centenario como una fila de hormigas desfilando por un libro abierto, y entonces es el Paseo de la Sexta, el Portal, la placa de Oliverio, de quien me contaban en mi infancia había estado hablando con el tío Edgar minutos antes de ser acribillado cobarde y vilmente por los chafas, y la Juguetería, en cuyos escaparates salivaba por juguetes que luego mi padre me daba como ofrendas para su pequeño tirano.

No se riega la yerba mala, y sin embargo, a media sexta una llovizna prodigiosa y artificial nos dio una caricia con sus millones de deditos que en ese momento se apreciaron como caricias divinas.

Era el calor de nuevo, esta vez adornado con pequeñas perlas de cansancio.

Se acabó la sexta, la sexta bella al menos, y era el Mercado Sur 2 con sus madrugadores y merolicos, y el Palacio de la Loba, y el fuerte de San José, desde donde la Ciudad en sus primeros días pretendía defenderse de los invasores y paganos.

Buscaba entre los rostros a los míos, sin éxitos, pero los ánimos y upas ajenas las tomé para mí, como un agujero negro de afectos y cariños. Mis piernas devoraron la única cuesta percibible de la ruta para salir todavía con dejos de frescura frente al Triángulo y Yurrita, bella y roja como una abominación ostentosa.

Y entonces empezó. La separación de la cizaña del trigo. Contiguo al Monumento a la Estrella y el Jardín Botánico se partía la ruta y el mundo.

Y era la Reforma, Avenida soñada en los delirios de nuestro enésimo dictador, este liberal y progresista, pero furibundo y recalcitrante, y sus estatuas a la caza y a dioses terrígenos: toros, leones, jabalíes. Escapé al calor, sin duda, la piel se curte, pero el cansancio te atrapa desde adentro, germina dentro de tus huesos, dentro de los tejidos de tus músculos poco habituado a estas batallas, y crece, arropada por una sombra de duda y de derrota.

Se acababa la Reforma junto a mis fuerzas, y entonces el rostro de un amigo renovó mis esperanzas y mis ánimos. El obelisco como un falo gigante proyectó su sombra un instante, era la Avenida de las Américas, sus arriates arbolados, sus monumentos a próceres ajenos de los cuales sólo Benito Juárez me dedicó una mirada.

Casi allí, casi, mi legión se disgregaba, éramos muchos todavía, pero la carrera nos había esparcido como tras un naufragio. Cada cual se agarraba a su personal tabla de salvación. Era el papa, el papa y su plaza de beato o santo, con los brazos abiertos en una bienvenida. La curvatura de su plazoleta marcó el último retorno.

“Cuando miro la forma de América en el mapa...” decía uno de mis padres, esa Avenida de las Américas se hizo, como debía ser, inacabable, Colón, Argentina, Honduras, Costa Rica, todas de desdibujaban ante mis ojos cansados. En algún momento, en mi mente sonó una vocesilla, animándome, la vocesilla de una princesa, ausente entonces, pero que mora en mí desde que mi amor la recogió para quemarla en mi pecho en una herida que no sanará jamás. Su vocecita me hizo llorar, faltaba tan poco y tanto. Atravesé el obelisco atisbando, en busca de mi copito de nieve prometida, sin éxito de nuevo, para enfilar Reforma Norte en el tramo final con la cartuchera vacía.

Cada paso era un pequeño milagro, de nuevo el rostro del amigo fue una bendición en medio del cansancio y el miedo a la derrota, del temor a fracasar, a la mediocridad, a darse por vencido, a vivir una vida bajo tus capacidades, mis fantasmas personales, mis demonios. Chocamos las manos en un gesto infantil y espontáneo que me oxigenó la conciencia.

Ah mi amada y odiada Avenida de la Reforma, tenías que vengarte de mis pasos renovados, de mi brío, de la fuerza con que osé recorrerte en otros días, de nuevo te hiciste interminable para mí, estiraste tu geografía hasta los límites de la permisible percepción de la realidad.

Y entonces fue Yurrita de nuevo, y sabía que lo había hecho, este kilómetro era un mero requisito, pensé en apretar el paso pero de inmediato mis piernas me insultaron por osado, mis rodillas casi inician una revolución que hubiese acabado con toda mi empresa.

Era la plaza de la república, era ese obelisco feo y su plaza en forma de ojo vigilante, ojo de deidades antiguas, era amón-ra, que en un último intento desesperado por vencer, me golpeó con todo el poder de su calor. Pero era demasiado tarde ya, yo había ganado, a mí, al dragón diletante que me ata y encadena.

La música que sonaba en mi cabeza llegó a su fin quinientos metros antes de la meta, por lo que corrí sólo con mis voces interiores, era el puente del ferrocarril, y pensé en Estrada Cabrera y en su finca de La Palma, era el centro cívico, lo había hecho, vida de puta, lo había hecho! Como una sorpresa maravillosa, dos de mis hijos trepados en una reja me gritaron y auparon. Mejor tarde, sí, que nunca, lugar común que abrazo sin prejuicios.

Era la meta, la meta, lo había hecho, me sentí triunfante, gozoso, en medio de un dolor excruciante que no daba visos de menguar, me sentí invencible. Como un pequeño sol, me esperaba mi medalla, habían miles, pero una de ellas, era sólo para mí.

domingo, 4 de enero de 2009

2009… treinta años no son nada…

Velas

El tiempo se considera en ocasiones una ficción del hombre para aprehender uno más de los aspectos de una existencia que no termina de comprender, la temporalidad se asemeja a un valor filosófico, de no ser porque el aspecto biológico que trae aparejado es brutal.

No se siente el tiempo, se dice con regular frecuencia, y es cierto, fue ayer cuando junto a mi viejo terminamos por primera vez Super Mario Bros en mi primer nintendo, y hace apenas unas horas Javi-Javi se ha quedado dormido después de nuestra enésima sesión de Super Smash Bros Brawl, cerraré los ojos y mis hijos serán padres, y yo un recuerdo que se diluye en sus respectivos córtex.

En la foto que ilustra esta entrada cumplí seis años, que es un año menos que el celebrado por Javi-Javi hace apenas veinte días. Yo, en marzo siete, valiente e irremediablemente cumpliré treinta años.

viernes, 21 de marzo de 2008

Silvio en Guatemala -Post Actum

Solo puedo decir que fui feliz, auténticamente feliz.

O feliz a secas, porque como en el amor, no se puede transitar a medias por dicho estado.

Silvio vino a Guatemala, y sí, al Estadio del Ejército, lo que podría levantar algunas susceptibilidades para aquellos con la dermis hipersensible (y lo digo yo, tan fresco, cuando mi familia sufrió, como muchas, represión y persecución por parte de los milicos)...

A mi no me importó eso, ni el alto precio de las entradas "VIP", ni el frío bastardo, ni la amenaza de lluvia.

Yo sólo quería estar cerca de él. Vivir su música de manera inmediata.

Un proceso gripal fuerte me tenía jodido. -Voy en camilla -pensé, pero no fue para tanto.

Tuco Cárdenas y el Huevo Perea telonearon a la perfección: sustancioso y cortito.

Luego el suspense, el frío, la llovizna.

Luego Silvio, la emoción, dejar atrás mi asiento y amontonarme a escasos metros de su querida presencia.

Fui feliz, feliz como hacía mucho no lo era.

Puedo recordar, por ejemplo, cuando la cabecita del Grillo-chan emergió de las entrañas sanguinolentas de la Malu, y mi pecho se insufló de una felicidad indescriptible.

Una felicidad menos personal pero más duradera, desde el momento en que charrangueó su guitarra y se disparó "El Necio", hasta que cerró con “Casiopea”.

Cantó “Quien Fuera”, y el “Dulce Abismo”, “Playa Girón”, “La Maza”, “Ojalá”, “Pequeña Serenata Diurna”, otras que he olvidado, otras que imagino que cantó y que mi mente reemplaza por las nuevas prescindidles.

Y aunque faltaron tantas, pude llorar y berrear y gritar desafinadamente a los compases de tantas canciones que me marcaron la juventud y la vida.

Una canción un amor, tantas canciones, tantos amores perdidos, divinizados, que por un momento se acercaron para diluirse con las notas finales.

Fui feliz, recalco, estuve lo más cerca posible de lo más parecido que he tenido a un ídolo en la vida, eso, un eidolon, la figura a través de la cual el hombre primitivo se conectaba por asociación, con divinidades perdidas y lejanas.

Su música fue mi personal Rama Kushna, mi íntimo susurro de la canción de Eru transmutada para mis oídos mestizos.

Terminó el concierto, y sin embargo, me sentía tan pleno.